Optimismo

Hace unos días, en la barra del José Alfredo, un buen amigo improvisaba contra mí una lección triunfal sobre la necesidad del optimismo. Me veía, en lo político (y más allá), algo renco de fe y echó mano al botiquín de la cháchara. El mensaje de su soflama tenía sólo un camino de ida: «Debemos creer en nosotros mismos. Es la única solución para salir de esto». Y tanto creí por un instante en el todos a una, que al pedir él la cuenta pagué yo la ronda. Es lo que tiene el optimismo de las madrugás.

Lo que no quiso entender mi compadre es que en este crepúsculo explayado que es España, el optimismo no es la salida a lo que nos desafía sino un éxtasis retórico, un heroísmo fugaz, una guardia baja, un qué mas da, una nada en acción. Algo así como un tío danzando sin camiseta, a lo Iggy Pop, cuando todo dios va con bufanda. El optimismo también nos trajo hasta aquí.

Asomarse al barandal de los periódicos anula cualquier veta de glasé. Lo repasaba ayer Pedro J. en su homilía, trazando una exacta carta esférica de la inmundicia política, judicial y financiera. Este país es ya la panza volcada del Costa Concordia. Con sus tripulantes siniestros y sus náufragos sin bote. Bárcenas y su banda es parte de lo primero. Como Griñán y su calesa de rufianes cocaeros. Ustedes y yo somos cardumen de lo segundo. Es lo que hay. Ni populismo, ni demagogia, sino el resultado de asistir al espectáculo de la asfixia de una sociedad sin proyecto a la que no le queda ni la prosperidad dominical. Mientras las portadas de los diarios (al menos la de éste) sean lo más parecido a un fichero policial sin consecuencias, no me hablen de optimismo.

Políticos, jueces, banqueros y demás siguen polucionando con sus bajezas. Es el modo de mantener la niebla protectora. Yo no sé cómo se arregla esto, pero sí sé que no son ellos quienes lo repararán. Les sobran delitos y les falta talento. Quiero decir: conciencia ética, complejo de culpa, generosidad. Esta batalla es para valientes. Para sensatos. Para la peña que sabe que todo está por ganar, porque a hostias aprendió a perder. Habitamos un Estado hecho astillas y reducido a la despedida de soltero de unos pocos que ha durado 30 años. Y eso no lo cauteriza ahora una jotica de buena intención. No existe regeneración sin trauma. La Historia es eso. A esta hora, aguantar es perder. Más que la convalecencia primaveral del optimismo, prefiero la alegría y la esperanza de empezar a hacer las cosas bien. Nosotros a lo nuestro. Ellos, a la calle o a la cárcel. Y para el viaje, que les sirvan dos pullazos de ron. Pago yo.